jueves, 1 de diciembre de 2011

Prologo

Pear Palase – Hogar de la familia Schreiber.- Vera.

Había tenido otra pesadilla. Me levanté con la frente perlada de sudor y con el corazón latiéndome desenfrenado en el pecho. Siempre era igual.

Yo, volando a lomos de su brío caballo marrón rojizo con la crin negra azabache, el sol en mi rostro y el viendo desordenándome los cabellos castaño claro, casi rubios. Estaba en medio de un claro lleno de espigas por todos lados, no se veía ni una casa, ni arboles. Se escuchaba la risa de mi hermano menor Jeremy que me llegaban por la espalda, ambos estábamos solos, pero en seguida la imagen cambiaba, encontraba la cara pálida y el cuerpo frio del antiguo conde Bennett Phirs postrado en su cama, con las manos enroscadas de manera extraña y sus ojos abiertos como si hubiese visto al mismísimo demonio. Luego despertaba todo sudoroso y agitado. Después de eso no volvía a conciliar el sueño

No era pesadilla en realidad, sino mis recuerdos. De los que ansiaba escapar pero habían cambiado mi vida.

Bennett Phirs había sido un viejo amargado, que nunca se había relacionado con nadie. Nunca se casó y mucho menos tuvo hijos, pero el sujeto era inmensamente rico. Mi padre, Zackary Schreiber había sido su única conexión con el mundo. Como secretario personal, él se había encargado de todo los asuntos concernientes a inversiones en las que el conde Phirs quisiera invertir, casas que alquilaba por todo el mundo, y propiedades valoradas en cientos de miles de dólares.

Mi padre siempre estuvo a su lado, incluso cuando al viejo le daban sus arranques de ira y se ponía violento con todo y todos a su alrededor. Incluso se molestó porque mi padre estaba comprometido a casarse, pero al tiempo comenzó a aceptar su relación, con mi madre claro, la hermosa Julia Clifton. Siempre conciliadora y bondadosa ella sabia ganarse el corazón de la gente, incluso del huraño Phirs. Así pues, cuando me tuvieron el viejo me tomó mucho cariño. Éramos como la familia que nunca deseo tener, o eso me dijo una vez. Más tarde siete años después mi madre tubo a los mellizos Julieth y Jeremy. Pero los años no pasaron en vano para el viejo. Se había vuelto completamente dependiente y odiaba ser una carga, aunque me comentó en su lecho de muerte que nunca se había sentido tan vivo desde que aparecimos en su vida.

-Prométeme muchacho- dijo el viejo conde Phirs con una tos flemosa y con las últimas fuerzas que le quedaban se quitó un medallón con la figura de una mujer delgada y un león postrado a sus pies. Ella parecía calmar a la vestía. Era más grande que una moneda de 5 centavos, bañada en plata al igual que la larga cadena.- Encontraras a una mu…muchacha que te ame- tosió- y que puedas amar de la misma manera. Eso fue lo único que yo no tuve… amor.

-Pero nosotros lo queremos conde- dije mi inocente hermana que tenía para ese entonces 10 años, y lloraba calladamente entre su pañuelo de seda.

-Lo sé pequeña- tosió el conde- pero en la vida se necesita a un compañero, alguien a quien darle otro tipo de amor, lo entenderás algún día.- ella asintió obedientemente. Jeremy estaba sentado a los pies de la cama con los brazos cruzados. Aunque era mayor para entender que el tiempo del viejo conde se estaba terminando no quería resignarse a perderlo. De nosotros tres él había sido la sombra de Phirs, y ahora que se estaba muriendo, Jeremy se sentía impotente y frustrado- Deja ya esa actitud de niño malcriado Jeremaia, sé un hombre, todos tenemos que irnos alguna vez, y yo ya he caducado desde hace más de 30 años.

-¡No es cierto! – Había gritado él- usted todavía es fuerte, puede reponerse- Jeremy se puso del lado izquierdo de la cama. Julieth se me había colgado del cuello y lloraba por el enojo del niño.

-Ustedes tres me devolvieron la vida mis niños, pero deben saber que desde el más allá les estaré dando lata. ¡Cuidado con hacer alguna travesura!- gruño el viejo como cada vez que nos miraba en la cara la intención de armar un lio- Julieth no te comas todos mis bombones suizos de una sola sentada ¿sí? y comparte con tus hermanos. Dejé encargado con tu padre de que recibieras una por mes.

-Ya no será divertido comer bombones y leche sin usted para contarme sus historias- ella se acercó a la cama y beso la esquelética frente del viejo. Tal vez en su juventud Bennett Phirs había sido un tipo bien parecido, pero la guerra lo había endurecido, y evito que entrara cualquier clase de sentimiento que no fuera la ira y la rabia, hasta que aprendió como era una familia verdadera.

Un toque ligero en la puerta nos hizo a todos voltear. Mi madre llevaba en manos una bandeja con un caldo para el conde.

-Chicos el conde debe comer vallan a fuera, cuando duerma su siesta pueden permanecer otro rato y luego a sus deberes- los pequeños se quejaron pero salieron, ella les acariciaba tiernamente el cabello la tiempo que la liberaba de la bandeja y la dejaba sobre la mesita de noche.

-Jonathan- susurró el viejo. Yo me arrodille junto a él- recuerda lo que te dije. No te endurezcas cono este viejo loco que se perdió los mejores años de su vida. Cuando encuentres a la chica que haga que tu corazón palpite rapidamente no la dejes ir, porque te puedes arrepentir toda tu vida.

-Bueno, bueno, es hora de comer, ya abra tiempo para más conversación luego de comer- yo salí… pero no hubo más tiempo para hablar.

Cuando mi madre lo había dejado nos había dicho que el conde había insistido en que quería dormir, ella lo dejó y le dijo que si deseaba cualquier cosa nos llamara. Pero no hubo tal llamada.

Jeremy estaba mortificando a Julieth con una lagartija, ella corrió a la habitación del conde en busca de ayuda, yo iba detrás de ellos, no sabía si el viejo seguía durmiendo o no y los chicos hacían tanto ruido que de seguro él se molestaría pero al abrir la puerta, con mis hermanos pisándome los talones nos dimos cuenta el estado del viejo.

Julieth gritó y lloró, Jeremy fue en busca de mis padres y yo… me quede en shock.

Su rostro totalmente pálido, su cuerpo tieso, sus manos engarrotadas, como si en esos últimos momentos de vida hubiese sufrido un calvario, y yo no había estado allí para hacérselo más fácil. Aunque era solo un muchacho de 17 años, me había sentido culpable.

Una semana después del fatídico día de la muerte del viejo conde, la familia fue convocada por el abogado de Phirs.

El abogado un hombre rechoncho con un chistoso bigote y anteojos fofos nos leyó con calma la última voluntad del viejo conde.

Decía que el condado quedaría en manos de mi padre. El titulo, las tierras, las inversiones, las casas y la mansión, estaban a su nombre. Su hijo mayor, es decir yo, heredaría el título de Conde cuando decidiera contraer matrimonio con la joven que yo deseara, y solo entonces heredaría. La clausula era clara, “solo heredaría si me casaba por amor”. Que divertido, pensé en ese momento, el viejo me había enredado con el tema del amor solo para que él me dejara parte de su herencia. Mis hermanos menores también recibirían una cantidad considerable de tierras a su nombre, y si en el futuro mis padres tenían más hijos también recibirían su parte.

Cuando las aguas se hubieron calmado mi familia y yo retomamos nuestras actividades, casi en automático. El dolor por la pérdida de ese viejo gruñón había sido enorme.

Mi madre había hecho algunos cambios en la casa, como el testamento así lo decía, ella podía disponer a su antojo de la casa, modificarla, contratar personal, y tendría un dinero mensual para sus gastos, los chicos también recibiríamos dinero para cosas que deseáramos. Aunque mi madre se sentía feliz por la generosidad del viejo conde sentía que no estaba bien gastárselo en caprichos, pero también era cierto que habían sido como una familia y no estaba mal ocupar el puesto que con tanto aprecio y agradecimiento nos habían entregado. Sin embargo no dejaba de recordarnos que debíamos ser los mismos buenos niños de siempre, generosos y buenos.

Esos tres años siguientes, mis padres se habían encargado de que todo siguiese como el conde lo había dejado, y mejor. La casa rezumaba alegría, teníamos sirvientes, caballos, vacas, ovejas, cerdos, hasta unos hermosos perros de caza. Vivíamos realmente bien, dándonos uno que otro lujo, nunca los tuvimos, a menos que fuera una regalo del viejo conde, pero gastar y saber que era nuestro nos hacía sentir bien.

Mas la cara del viejo conde, muerto, me había perseguido todo ese tiempo. Recordándome que era el hijo de un conde, solo porque éste había ocupado su lugar. Saber que alguien tubo que morir, y alguien a quien había apreciado, me carcomía el alma. Cada centavo que gastaba en mí era una cicatriz en mi alma. No había logrado liberarme de la culpa, como si hubiese sido un hipócrita durante 17 años, sirviéndolo, entreteniéndolo, ayudándolo, todo con el fin oculto de que me dejara toda su fortuna, cosa que no estaba ni cerca de la realidad, jamás esperé nada a cambio de mi amistad y servicio al conde. Mi madre me lo había repetido una y otra vez en las noches que me había despertado gritando que mi vida era una farsa.

El conde nos había dejado por escrito que con nuestra nueva posición debíamos entrar en los círculos sociales. Que mi padre debía alegar ser un sobrino lejano que había cuidado de él por mucho tiempo y que le había dejado todo. Aunque ese primer año en la ciudad de Mefer King se había especulado sobre el verdadero origen del nuevo conde, fue muy bien aceptado, al igual que mi madre por ser una mujer hermosa y fina. Nosotros habíamos aprendido a comportarnos a la altura, ¿Quién diría que por nuestras venas no corría la sangre azul que ellos creían que poseíamos? Claro está, nadie se atrevió a investigar tal cosa, ya que mi padre se había arañado una posición durante los dos años siguientes.

Era un hombre respetable, y con ideas visionarias. Sus inversiones siempre eran lucrativas y sus donaciones a distintas causas eran generosas. La gente comentaba a menudo el amoroso matrimonio que ambos formaban y lo bien educados que éramos sus hijos.

Y nada de eso me hacía cambiar de opinión en mi idea de que estábamos viviendo una vida que no era la nuestra.

En realidad no me hubiese importado seguir como estaba, siendo un chico promedio, creo que había sido más feliz. Pero el destino sabe porque hace las cosas.

Y ahí estaba yo, despertándome de otra de esas pesadillas, dándome de golpe con la realidad. Del susto me había quedado sentado en la cama, con el pelo enmarañado. Con frotación me deje caer de nuevo en las almohadas. Miré al techo hasta que los ojos me ardieron de sueño y lágrimas. Toqué de manera ausente el medallón que llevaba pegado al pecho por el sudo. Ahora mi posición era otra, y tenía que acostumbrarme, me gustara o no.

Cerré los ojos e imagine a mi caballo Pegasus en los bosques verdes que lindaban por el rio Kennys, al día siguiente iría a cabalgar y despejar mi loca cabeza. Lo necesitaba con urgencia.

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